Como sumergidos en la más luctuosa amalgama de
piedras, cemento y arena, pasan las semanas -que parecen meses- esperando que
comparezca ante nuestro palco visual ese equipo victorioso frente a los
competidores por las habas del próximo curso. Pero no, no llega, no termina de
consumarse el propósito intencional, nada para morir en la orilla, cual coitus
interruptus. Es una plausible y ambiciosa función que está quedando en grado de
tentativa al hacerle sombra los resultados. Siempre necesarios, siempre jueces.
Al rasgarnos las vestiduras tras cada batalla en
la que nos privan de ondear la senyera, el efecto túnel nos cohíbe de rescatar
un trabajo de fondo, el poso opaco, que está siendo infravalorado por temor a
adentrarnos en un bosque no resultadista.
Pero haberlo haylo.
En el 105x70 ‘el lagarto’ ha logrado consolidar
la intensidad en bloque -donde antes se diluía en presiones descompensadas,
erráticas y poco eficientes-, aplicar un torniquete a una zaga castigada por el
libertinaje de un sistema disoluto y malinterpretado por los actuantes, reflotar
la solidaridad como canon cardinal y simplificar la matriz táctica compleja de
Djukic retrotrayéndose a un fútbol más primitivo -minimización de posesión estéril
y conducción ornamental en la medular, mayor protagonismo a las bandas y
contragolpes en la medida de lo posible-.
Fuera del verde ha logrado voltear una
situación que antes nos robaba alguna que otra hora de sueño y rellenaba
portadas, columnas y tertulias en el entorno deportivo valencianista, mientras
ahora yace latente en el cajón de la cotidiana normalidad. Reminiscente
normalidad. Y aquella no es otra que la gestión de grupo -el manido vestuario-,
borrando de un plumazo las censuras abiertas al estilo del entrenador, las
salidas de tono de sus pupilos y la diversificación de pareceres. Ahora se
cabalga por la misma senda, los músicos comparten partitura y tocan al unísono,
porque se sienten identificados con la figura de Juan Antonio Pizzi. Que sin
darnos cuenta ha cruzado el umbral de técnico a míster. Carisma se apellida.
Estos están siendo los genes del ADN pizzista, que están siendo masticados y
digeridos por una plantilla inmersa en un bucle de constante zigzagueo de
idearios futbolísticos y oscilante muda de compañeros. Como ese puzle del que
nunca sacas tiempo para terminar de componerlo. Mientras curra la empresa
argentina campeona del Apertura -que vino a Valencia para enderezar un proyecto
no proyectante-, están fraguando unos cimientos concretos, que aun siendo invisibles
para muchos aficionados, son perceptibles para el que no se apea en la estación
de los guarismos, conceptuando los rasgos cromosómicos del actual VCF. Que
confluyan con nuestro paladar futbolero o no, ya es otro cantar.
Estamos ante una idea en ciernes que (mal) vive
atenazada por la lógica exacción de un club exigente por naturaleza, transitando
por la irresoluta determinación que la mediocridad de un plantel cogido con
pinzas -carente de comodines diferenciadores- le confiere. Un paso minado, una
tubería atorada, un rayo de sol en el invierno antártico. No obstante, ello no
es gracia justificadora para encubrir la realidad de una desabrida temporada de
transición -en competición doméstica, termómetro de la regularidad- y que está
embebeciendo con cuentagotas a sus fieles militantes.
Nos fulminen en cuartos de la Europa League , nos
quedemos a dos palmos de puestos europeos, incluso no logremos aguantar
estoicamente en media tabla, me quedaré con los 4 palos de la baraja del
santafesino. El heterodoxo trasfondo del encofrado de una casa por hacer.
Cimientos Pizzi, en una sociedad (muy) limitada.
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