Hace
5 años y 11 meses el Valencia se hacía con los servicios del ‘5’ más prometedor
del campeonato argentino, un desconocido -en el viejo continente- chaval de 19
primaveras que ya descollaba en Boca y, según los parabólicos del balompié iberoamericano,
con mejores hechuras que el otrora ínclito Fernando Gago. Agustín Morera lo
presentaría en sociedad una semana después tras acordarse el abono de 18
millones de euros -tarifa plana de la era Solerista-.
En
estos 6 años el rosarino ha protagonizado un raudal de anécdotas extravagantes,
fechorías de mal profesional y episodios catalépticos de fútbol, unos por estado
de forma y otros actitudinales. Ha sido un jugador que, en término global, no
ha logrado subyugar y canalizar el evidente e incontestable don que tiene para
practicar este deporte al nivel de los más grandes del planeta. Un desperdicio de
talento nato al alcance de unos elegidos, una delicatessen que se marcha por el retrete de la inconsciencia y carencia
de amor propio.
Lo
reconozco, soy un enamorado sempiterno del fútbol sedoso de Éver, desde el
primer día que lo vi mimar el cuero, escoltarlo corporalmente y trazar pasillos
imposibles cual arquitecto sobre el verde, atravesando líneas defensivas con
una destreza pasmosa. Me cuesta recordar un pelotero de semejantes dimensiones,
que aunara esa precisión técnica y clarividencia para leer el juego vistoso. Un
plato selecto para deleite de los paladares más exquisitos, un bocado de
sensaciones inefables.
Lo
que ha lastrado su rendimiento -apócrifamente relacionado con la etiqueta de la
cacareada irregularidad-, es su connatural tic sudamericano, su exasperante
lacra por magrear la bola, provocando pérdidas de balón o ralentizando
incipientes contraataques, lo que le aparta de la disciplina futbolística
europea. Su talón de Aquiles, su substancial hándicap. Luego podemos injerir
diversas circunstancias que connoten tal desajuste, pero son meros elementos
accesorios. Igualmente ha demostrado estar capacitado para ser el cerebro de
este equipo, a su manera, desembarazar partidos atorados con su clase impar y
echarse el equipo a la espalda adjudicándose todo el peso ofensivo, siendo el
alma máter.
Una
vez que Pizzi le confiere a Banega un rol secundario en la función che, entra
en marcha la maquinaria para salir del club, sin titubeo alguno. Decisión
meridiana y taxativa, se larga de Mestalla. Pero es en este intrincado momento
cuando el ‘10’ adopta un cariz preponderante respecto a su agente Marcelo
Simonian -que lleva 6 años en sequía comisionista y buscaba desesperadamente
una operación de traspaso-, imperando su designio más anhelado, el regreso a
casa.
Y
así se fragua su vuelta a Argentina, a su ciudad natal, a su equipo de alevines
e infantiles, a su club del alma -tatuaje en gemelo derecho mediante-. El de
Rosario opta por la salida fácil y más confortable, rodearse de los suyos en un
clima idóneo que le otorgue esa paz integral, alejado de polémicas y filípicas
viciadas, que lo enfilan por inercia al mínimo fallo, para resetear la mente y reencontrarse
consigo mismo -una catarsis profunda- y con su mejor versión cara al Mundial de
Brasil, que es lo que prevalece para todo futbolista susceptible de ir. Busca
disfrutar, divertirse, reír, jugar acomodado y aliviado de corsés tácticos. Efugio
placentero a la carta.
Y
así, por primera vez, Éver Maximiliano David Banega la suelta de primeras, abandona
la floritura, y lo hace por convicción personal. Allá cada cual con sus
censuras éticas o moralinas a granel, no seré yo quien lapide la decisión
sincera de un futbolista atrapado en un microclima que le estrangula. Habiendo
reconocido todos sus pros y contras, no le deseo ningún mal a quien jamás profanó
directa ni discrecionalmente el escudo del Valencia, sí a consecuencia de sus
equívocas pautas de vida.
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