El
primer breve de la semana no podía estar sino orientado a la comunión
afición-equipo, el motor para hacer de Mestalla feudo inexpugnable. Reminiscencia
floreciente.
Los
momentos previos que se vivieron en los aledaños del templo alcanzaron tasas
cenitales de identificación y orgullo a unos colores, protagonizados por auténticos
practicantes de la religión valencianista (aunque cuatro incívicos, los de
siempre y que se filtran en toda afición, dieran la nota y mancillaran un recibimiento
grandioso). Ese renacimiento es fruto del trabajo de una directiva volcada con
el aficionado de a pie, por la etapa de mediocridad sufrida y consiguiente necesidad
de querer creer y, cómo no, por la buena marcha del equipo, guarismos y sensaciones
a pachas. Atmósfera respirable para recuperar sentimientos olvidados, conexionar
filamentos sensoriales y grapar fisuras de un pasado que está empezando a difuminar el borrador nunista.
Y así,
tras la etapa de cortejo de la temporada pasada, han vuelto a enamorarse el
patrimonio de la entidad con los protagonistas de corto, fundiéndose en la
ceremonia del respeto y la complicidad. La hinchada del Valencia, de las más
exigentes a la par que agradecidas del panorama actual, es recompensada con el presente
más primario; el compromiso por defender la zamarra blanquinegra. Ensartadas
las alianzas, lo que lo deportivo ha unido, no lo separe lo social.
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